Mi abuela fue una hechicera blanca que heredó en cada piedra un altar de los druidas
donde oficiaba a medias con la luna sus ceremonias blancas.
Encendía las lámparas de un soplo,
bordaba las historias más hermosas con las hebras más largas del invierno
y evaporaba brujas tan sólo con mondar sin miedo una naranja.
Su mundo era un fanal iluminado por rayos y centellas
que guardaban distancia frente al ojo temible del alcanfor y de la naftalina.
Devanó las madejas de los encantamientos en las torres de sombríos castillos
y las puso en su arcón, bajo la forma de una trenzas doradas,
junto con los retratos de los invisibles
y los lentos, fervorosos plumajes de la leyenda y la paciencia.
Con su mirada de agua que se va disolvió enfermedades como flores de fuego,
como encajes de nieve,
y salvó del infierno muchas almas de vivos y de muertos
regateando en voz baja con los santos hasta el amanecer.
Se fue por un jardín con su dócil cortejo de pájaros, de locos y de duendes.
Lo anunciaron los perros.
Cuando llueve me deja una tisana hirviente y un ramito de espliego.
Mi madre fue una reina que trocó sus dominios en la tierra por un lote en el cielo,
un pequeño lugar para erigir de nuevo la casa y la familia.
Se habrá cumplido el pacto, porque tenía el don de acatar e imponer hasta el final,
como una quemadura, la ley de la palabra.
Era tan majestuosa como una catedral y más heróica que cualquier muralla,
pero cambiaba de estatura de acuerdo con la ocasión, tierna o solemne,
igual que los arcángeles.
Hacia retroceder las sombras emboscadas, las jaurías hambrientas,
partiendo en dos los puentes y las noches con sus manos tan suaves.
Dominaba las hierbas venenosas rozándolas apenas con la punta del pie,
descubría al trasluz las burbujas secretas en el fondo de los arroyos y las ciénagas,
y apartaba las máscaras con su mirada tormentosa como si descorriera un cortinaje.
Regresó muchas veces desde los bordes de la muerte, sólo para arroparnos.
Se fue por un larguísimo camino,
así como se aleja, llevándose todo el sol, una montaña.
Cada noche acaricia mi cabeza, rasga la oscuridad y me seca las lágrimas.
Mi padre fue un incrédulo rey mago quellegó a nuestro sur siguiendo la otra cara de su estrella.
Vino de mar en mar,
desde una isla donde se entrecruzaron terremotos, dinastías y vientos,
y fundó unas colonias de secretas nostalgias y traicionera sal
que absorvieron un díua y otro día las ávidas arenas.
Sus manos no estaban hechas para asir;
eran manos de palmas hacia arriba ofrenciendo la perla del milagro a los esperanzados y a los desposeídos.
Tenía los sentidos tan despiertos como las luminarias de los bosques paganos
y era capaz de convertir de pronto un recinto enlugato en un salón de fiesta,
una roja manzana en el más codiciado trofeo del estío,
aunque hubiera debajo de su piel y detrás de las chispas azules de su risa
una lejana brina, algo como una oculta vocación de ausencia.
La enfermedad lo ató con invencibles ligaduras a un inmóvil encierro.
Lo he visto en su Agrigento, en el torso de Júpiter caído entre columnas griegas.
Se fue con la marea, como un náufrago que se deja llevar hacia su orilla.
Me trae con el alba bengalas encendidas y un puñado de almendras.
Ellos vuelven y ocupan sus lugares junto a estas ventanas, esta mesa, este lecho;
vuelven con grandes trozos de paredes y muebles y paisaje disueltos
y construyen con extraños escenarios que intercalan a través de los años.
No han cambiado y son otros:
compartieron conmigo los fulgores y los rasguños de este lado.
No han cambiado y son otros:
una opaca polilla, un objeto que cae, la rama que golpea contra el vidrio,
este frío que corre por mi cara.
Es posible que intenten como yo la aventura de violentar el tiempo,
de mezclar las barajas del presente, del porvenir y del pasado.
No han cambiado y son otros.
No es museo de cera la memoria.
Num. 13 de La noche a la deriva (1984)