SHARON OLDS
MÁS VIEJA
Cuanto más vieja me pongo, más me siento
casi hermosa- no mi cara, una cara común,
puritana, sino mi cuerpo. Y tendré
cincuenta, pronto, mi cuerpo
se marchita, huesudo, y me gusta su
rugosidad plateada, la piel que se afina,
la superficie de un lago rizada por el viento, un espectro
arrugado, un pliegue de humo. Sin embargo
cuando miro hacia abajo puedo ver, a veces,
cosas que, si las viera una mujer joven, la harían
gritar como en una película de terror,
quedo convertida en bruja en un instante—si me inclino
lo suficiente, puedo ver la piel fina
de mi estómago frunciéndose
y colgando en pequeños picos, como yeso fresco.
Y sin embargo puedo imaginarme a los ochenta, hecha
enteramente, por fuera, de eso,
y haciendo el amor con la misma dignidad
animal, el túnel todavía igual
al interior de una bráctea color frambuesa.
De pronto me veo joven a mí misma
al lado de esa octogenaria, me veo
como su hija, mi carne suelta y drapeada
muestra los ángulos largos de estos extraños
huesos como las manijas de utensilios de cocina hechos en el cielo.
Cuando era más joven, me veía a mí misma,
a veces, como el tosco dibujo de una hembra—
los pechos, el destello de las caderas de los años 40—
pero este grisáceo ser abollado es confortable como
una vieja prenda favorita, es casi
amable, ahora, para mí. Por supuesto, es
el amor de él el que estoy viendo, el trabajo de su pulgar
sobre este centavo de la suerte —cinco veces
cinco años en su bolsillo. Quizás
aún si me muriera, él no me vería fea.
A veces, ahora, bailo
como humo chato sobre una chimenea.
A veces, ahora, creo que vivo
en el lugar donde se hace la bebida solemne, salvaje
de acabar, no estoy todo el día acabando,
pero vivo todo el día en el lugar donde eso se hace.
SHARON OLDS en "La materia de este mundo", Gog & Magog, 2015.
(Traducción: Inés Garland e Ignacio Di Tullio).
Imagen Ruven Afanador para The New York Times.
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