21 POEMAS DE AMOR DE ADRIENNE RICH
I
Mientras en esta ciudad parpadean las pantallas
con pornografía, vampiros de ciencia ficción
y asalariados doblándose bajo el látigo,
también hay que caminar… nada más, caminar
entre la basura mojada, con las crueldades
de nuestros barrios en primer plano.
Tenemos que entender que nuestras vidas son inseparables
de esos sueños rancios, del borboteo del metal, de esas desgracias
y de la begonia roja que destella peligrosamente
en la cornisa de un edificio de seis pisos
o de las chicas de piernas largas que juegan a la pelota
en el patio de la escuela.
Nadie nos imaginó. Queremos vivir como árboles,
sicomoros llameantes en el aire sulfúrico,
moteados de cicatrices, pero floreciendo con exuberancia,
con nuestra pasión animal enraizada en la ciudad.
II
Me despierto en tu cama. Sé que estuve soñando.
Mucho antes nos separó la alarma, y estás
desde hace horas en tu escritorio. Sé lo que soñé:
nuestra amiga, la poeta, entra en mi cuarto
donde llevo días escribiendo, hay borradores,
carbónicos y poemas desparramados por todas partes,
y quiero mostrarle un poema
que es el poema de mi vida. Pero dudo,
y me despierto. Me besaste el pelo
para despertarme. Soñé que eras un poema,
te digo, un poema que le quería mostrar a alguien…
me río y vuelvo a soñar otra vez
con el deseo de mostrarte a todos los que amo,
de andar juntas sin reservas
con el impulso de la gravedad, que no es simple,
que arrastra un largo trecho al plumerillo en el aire exhalado.
III
Puesto que no somos jóvenes, las semanas tienen que contar
por los años que perdimos. Así y todo, solamente esta peculiar distorsión
del tiempo me dice que no somos jóvenes.
¿Acaso a los veinte alguna vez caminé por la calle a la mañana
con los miembros flameando de la más pura alegría?
¿O me incliné desde una ventana sobre la ciudad
a escuchar el futuro
con los nervios afinados, como escucho tu llamada ?
Y vos, vos te acercás a mí con la misma cadencia.
Tus ojos son inmortales, la chispa verde
del lirio a principios del verano,
el berro verdeazul que lavó la primavera.
A los veinte, sí: pensábamos que íbamos a vivir para siempre.
A los cuarenta y cinco, quiero conocer incluso nuestros límites.
Te toco sabiendo que no nacimos ayer,
y de algún modo, cada una va ayudar a la otra a vivir,
y en algún lugar, cada una va a ayudar a la otra a morir.
IV
Vuelvo de estar con vos por donde la luz temprana
de la primavera destella en las paredes de siempre,
el Pez Dorado, la casa de saldos, la zapatería…
arrastro la bolsa de las compras, corro el ascensor
donde un hombre viejo, tenso, almidonado, deja
tranquilamente que las puertas casi me cierren encima.
le grito –¡Párela, por el amor de dios!,
y él me dice –histérica– por lo bajo.
Me instalo en la cocina, descargo los paquetes,
hago café, abro la ventana, pongo a Nina Simone
que canta Here Comes the Sun… abro el correo
mientras bebo el café delicioso, la música deliciosa
con el cuerpo liviano y pesado a la vez, todavía con vos.
Del correo se cae una fotocopia de algo que escribió
un hombre de 27 años, un rehén, torturado en prisión:
Mis genitales fueron objeto de tal despliegue sádico
que me mantienen siempre despierto del dolor…
Hacé lo que puedas para sobrevivir.
Sabés, creo que a los hombres les encantan las guerras…
Y mi enojo incurable, mis heridas insuturables
se abren más con las lágrimas, lloro inútilmente,
ellos todavía controlan el mundo, y vos no estás en mis brazos.
V
Este departamento lleno de libros podría partirse en dos
bajo las mandíbulas gruesas y los ojos saltones
de los monstruos: una vez que abrís un libro, te tenés que enfrentar
al lado oscuro de todo lo que amaste–
el estante y las pinzas listos, la mordaza
con la que hasta las mejores voces tuvieron que mascullar,
el silencio que entierra en la arena del desierto
a los niños no deseados —mujeres, desviados, testigos.
Kenneth me cuenta que ordenó los libros de modo
que mientras escribe puede ver a Blake y a Kafka;
sí, y todavía hay que ajustar cuentas con Swift,
que aborrece la carne de las mujeres pero les alaba la mente,
con el terror de Goethe por las madres, con Claudel vilipendiando a Gide
y con los fantasmas —sus manos entrelazadas por siglos—
de las artistas que murieron en el parto, de las sabias calcinadas en la hoguera,
siglos de libros sin escribir, apilándose detrás de estos estantes;
y todavía nos tenemos que quedar mirando la ausencia
de los hombres que no debieron, y de las mujeres que no pudieron, hablarle
a nuestra vida— este hoyo aún sin excavar
llamado civilización, este acto de traducción, este medio-mundo.
VI
Tus manos chiquitas, exactamente iguales a las mías—
solo el pulgar es más largo, más grande— en esas manos
podría poner el mundo, o en muchas manos como esas,
que empuñan herramientas o el volante
o tocan un rostro humano... manos así podrían acomodar
al nonato en el canal de parto
o pilotar un barco de rescate
a través de los icebergs, o reunir
los pedazos delgados como agujas de una gran crátera
que a los lados tiene
figuras de mujeres extáticas marchando
al cubil de la sibila o a la caverna eleusina—
manos como esas podrían ejercer una violencia inevitable
con tal moderación, con tal comprensión
del rango y de los límites
que la violencia se volvería obsoleta para siempre.
VII
¿Qué clase de monstruo convertiría su vida en palabras?
¿De qué se trata esta expiación?
—y sin embargo, de escribir palabras así, yo también vivo.
¿Es como la señal que aúlla el carcayú,
esa cantata modulada de lo salvaje?
¿O cuando, lejos de vos, trato de crearte con palabras,
te uso, nada más, como se usa un río o una guerra?
¿Y cómo usé los ríos?, ¿cómo usé las guerras?
¿para escaparme escribiendo de la peor de las cosas—
no de los crímenes de los otros, ni siquiera de la propia muerte,
sino del error de querer la libertad con suficiente pasión como para que
los olmos apestados, los ríos enfermos y las masacres parecieran
meros emblemas de esa profanación de nosotros mismos?
VIII
Puedo verme a mí misma años atrás en Sunion,
dolorida y con un pie infectado, Filoctetes
con forma de mujer, rengueando por el largo sendero,
recostada en un promontorio sobre el mar oscuro,
mirando las piedras rojas abajo, donde un espiral
de blancura me decía que había golpeado una ola,
imaginando el empujón del agua desde esa altura,
sabiendo que el suicidio no es lo mío,
pero todo el tiempo cuidando y midiendo esa herida.
Bueno, se terminó. La mujer que quería
a su sufrimiento está muerta. Yo soy su descendiente.
Amo la cicatriz que me legó,
pero de acá en más quiero seguir con vos
luchando contra la tentación de hacer del dolor una carrera.
IX
Hoy tu silencio es un estanque donde viven cosas ahogadas,
cosas que quiero ver levantarse chorreando y secarse al sol.
No es mi cara la que veo, sino otras caras;
también la tuya, a otra edad.
Lo que sea que esté extraviado ahí, las dos lo necesitamos—
un reloj de oro antiguo, un registro de temperatura que el agua borró,
una llave...Hasta el barro y las piedritas del fondo
merecen su cuota de reconocimiento. Me asusta este silencio,
esta vida sin articular. Estoy esperando
un viento que abra suavemente los pliegues de estas aguas
de una vez y me muestre lo que puedo hacer
por vos, que muchas veces le pusiste nombre
a lo innombrable para los otros, incluso para mí.
X
Tu perra dormita, tranquila e inocente, en medio
de nuestros llantos, nuestras conspiraciones susurradas al alba,
nuestras llamadas telefónicas. Ella sabe —¿qué puede saber?
y si en mi arrogancia humana pretendo leerle
los ojos, solo encuentro mis pensamientos animales:
que las criaturas deben encontrarse para el bienestar físico,
que las voces de la psique atraviesan la carne
más allá de lo que el cerebro torpe podría predecir,
que las noches planetarias se enfrían para los
que están en el mismo viaje y quieren tocar
una criatura-viajero inequívoco hasta el final;
que sin la ternura, estamos en el infierno.
XI
Cada pico es un cráter. Esa es la ley de los volcanes,
lo que los hace eterna y visiblemente femeninos.
No hay altura sin profundidad, sin un centro candente,
aunque nuestras suelas se deshilachen contra la lava endurecida.
Quiero viajar con vos a cada montaña sagrada
que humea por dentro, encorvada como la sibila sobre su trípode,
quiero estirarme para alcanzar tu mano al escalar la senda y
sentir tus arterias brillando en mi mano,
sin dejar de notar nunca la flor pequeña como una joya
desconocida, sin nombre hasta que la nombramos,
prendida a la roca que cambia lentamente—
ese detalle de fuera que nos lleva hacia dentro,
que estaba ahí desde antes, sabía que íbamos a venir, y ve más allá.
XII
Durmiendo, turnándonos para girar como planetas
que rotan en su prado nocturno:
un roce es suficiente para hacernos saber
que no estamos solas en el universo, ni siquiera al dormir:
fantasmas del sueño de dos mundos
que andan por sus ciudades fantasmas, casi guiándose entre sí.
Desperté con tus palabras murmuradas
hace años luz —u oscuridad—,
como si mi propia voz hubiese hablado.
Pero tenemos voces diferentes, incluso en sueños,
y nuestros cuerpos, tan semejantes, también son tan distintos
que el pasado que reverbera en la corriente sanguínea
va cargado de idiomas diferentes, diferentes significados—
sin embargo, en cualquier crónica del mundo que compartimos
podría escribirse con un sentido nuevo que
éramos dos amantes de un mismo género
éramos dos mujeres de una misma generación.
XIII
Las reglas se rompen como un termómetro,
el mercurio se vuelca sobre los gráficos,
estamos en un país que no tiene lengua
ni leyes, vamos cazando al cuervo y al reyezuelo
por barrancos inexplorados hasta el amanecer
cualquier cosa que hagamos juntas es pura invención
los mapas que nos dieron están desactualizados
desde hace años... conducimos por el desierto
preguntándonos si el agua alcanzará
las alucinaciones se convierten en aldeas
la música de la radio nos llega con claridad–
ni Rosenkavalier ni Gotterdammerung
sino una voz de mujer que canta canciones viejas
con palabras nuevas, con un bajo sereno y una flauta
robada y tocada por mujeres fuera de la ley.
XIV
Fue tu imagen del piloto
la que me confirmó mi imagen de vos: sigue
yendo, a propósito, de cabeza a las olas, dijiste
mientras nos agachábamos en la escotilla
a vomitar en bolsitas de plástico
las tres horas entre St. Pierre y Miquelon.
Y nunca me sentí más cerca tuyo.
En la cabina había parejas de luna de miel
acurrucados uno en la falda o en los brazos del otro
yo puse mi mano sobre tu muslo
para darnos consuelo a las dos, tu mano se acercó a la mía
y nos quedamos así, sufriendo juntas
en nuestros cuerpos, como si todo sufrimiento
fuera físico, así nos tocamos en presencia
de extraños que no sabían nada y les importaba menos,
que vomitaban su dolor privado
como si todo sufrimiento fuera físico.
[El poema flotante, sin numerar]
Pase lo que pase con nosotras, tu cuerpo
va a rondar el mío —tierna, delicada,
tu forma de hacer el amor, como la fronda retorcida
del helecho de agua en los bosques
recién lavados por el sol. Tus muslos recorridos, generosos,
entre los que mi rostro entero vuelve y vuelve—
la inocencia y la sabiduría del lugar que mi lengua encontró—
la danza vital e insaciable de tus pezones en mi boca—
tu contacto firme, protector, descubriéndome,
tu lengua fuerte, tus dedos finos
llegando adonde estuve esperándote por años
encerrada en mi cueva húmeda y rosa— pase lo que pase, esto es.
XV
Si me acosté con vos en esa playa
blanca, vacía, pura agua verde entibiada por la Corriente del Golfo
y en esa playa no pudimos quedarnos
porque el viento nos arrojaba arena
como si estuviese en nuestra contra
si intentamos soportarlo y fracasamos—
si nos fuimos a otra parte
a dormir abrazadas
y las camas eran angostas como catres de presos
y estábamos cansadas y no dormimos juntas
y eso fue lo que encontramos, y eso fue lo que hicimos—
¿fue nuestro el error?
Si me aferro a las circunstancias no me siento
responsable. Solamente la que dice
que no eligió es al final la que pierde.
XVI
Estoy a una ciudad de vos y estoy con vos
como una noche de agosto
tibia, bañada por el mar, cuando te miré dormir
a la luz de la luna, con el tocador de madera rústica
atestado de cepillos, libros y frascos nuestros—
o en un huerto de rocío salado, acostada al lado tuyo
viendo el atardecer rojo por el mosquitero del camarote,
Mozart en Sol menor en el grabador,
durmiéndonos con la música del mar.
Esta isla de Manhattan es bastante grande
para las dos, y es angosta:
esta noche puedo oírte respirar, sé cómo es
tu cara boca arriba, cuando la media luz traza
tu boca generosa y delicada
donde la risa y la pena duermen juntas.
XVII
Nadie está destinado ni condenado a amar a nadie.
Los accidentes ocurren, no somos heroínas,
ocurren en nuestras vidas, como los choques,
los libros que nos cambian, los barrios
adonde nos mudamos y que llegamos a amar.
Tristán e Isolda es solamente una historia,
las mujeres al menos deberían distinguir
entre el amor y la muerte. Sin copa de veneno,
sin penitencia. La vaga sospecha de que el grabador
tuvo que haber captado algo de nosotras: que no solo
sonaba, sino que debió habernos escuchado
para instruir a las que vendrán:
esto fuimos, así es como intentamos amar,
y estas son las fuerzas que alinearon contra nosotras,
y estas son las fuerzas que alineamos dentro de nosotras
dentro y en nuestra contra, contra nosotras y dentro de nosotras.
XVIII
Lluvia en la autopista del Oeste,
luz roja en Riverside:
cuanto más vivo, más pienso
que dos personas juntas son un milagro.
Contás la historia de tu vida y, por una vez,
un temblor rompe la superficie de tus palabras.
La historia de nuestra vida se vuelve nuestra vida.
Ahora estás en fuga, cruzando lo que algún poeta
victoriano, estoy segura, llamó el mar salado que se aleja.
Esas son las palabras que me vienen a la mente.
Siento el alejamiento, sí. Como sentí el amanecer
empujar hacia el día. Algo: ¿una grieta de luz—?
Entre la pena y la angustia se abre un espacio
donde soy Adrienne sola. Y enfriándome.
XIX
¿Puede estar enfriándose cuando empiezo
a tocarme otra vez, a apartar las adherencias?
¿Cuando, lento, el rostro desnudo vuelve de mirar atrás
y enfoca el presente,
el ojo del invierno, la ciudad, la bronca, la pobreza y la muerte
y los labios se abren y dicen: planeo seguir viviendo?
¿Hablo fríamente cuando te digo, en sueños
o en este poema, que no hay milagros?
(Te dije desde el principio que quería una vida cotidiana,
que esta isla de Manhattan era suficiente isla para mí).
Si hubiera podido hacértelo saber—
dos mujeres juntas son un trabajo
que nada en la civilización hace sencillo,
dos personas juntas son un trabajo
heroico en su simpleza,
el cruce indeciso y calculado de una pendiente
donde hasta la atención más feroz se vuelve rutina
—mirá las caras de los que lo eligieron.
XX
Esa conversación que siempre estábamos a punto
de tener continúa en mi cabeza.
De noche el Hudson tiembla a la luz de New Jersey
agua contaminada que, así y todo, refleja
a veces, la luna
y alcanzo a ver a una mujer que amé,
ahogándose en secretos, con la herida del miedo como el pelo
alrededor de la garganta, estrangulándola. Y esta es ella
con quien traté de hablar, cuya cabeza lastimada y elocuente
al apartarse del dolor, se sumerge más hondo
donde no puede escucharme,
y pronto voy a saber que le estuve hablando a mi alma.
XXI
Los dinteles oscuros, las rocas azules y foráneas
del gran círculo abierto por instrumentos de piedra;
la luz nocturna del solsticio de verano, que sube
detrás del horizonte —cuando dije “una grieta de luz”
quise decir esto. Y no es Stonehenge
ni ningún otro lugar más que la mente
al volver hacia atrás, donde la soledad,
compartida, pudo elegirse sin sentirse sola,
no fácilmente ni sin dolores, para trazar
el círculo, las sombras densas, la enorme luz.
Elijo ser la figura en esa luz,
borrada a medias por la oscuridad, lo que se mueve
por ese espacio, el color de la roca
al recibir a la luna, más que roca:
una mujer. Y elijo caminar acá. Trazar este círculo.
1974-1976
Versión en castellano de Sandra Toro
Twenty-One Love Poems
I
Whenever in this city, screens flicker
with pornography, with science-fiction vampires,
victimized hirelings bending to the lash,
we also have to walk . . . if simply as we walk
through the rainsoaked garbage, the tabloid cruelties
of our own neighborhoods.
We need to grasp our lives inseparable
from those rancid dreams, that blurt of metal, those disgraces,
and the red begonia perilously flashing
from a tenement sill six stories high,
or the long-legged young girls playing ball
in the junior highschool playground.
No one has imagined us. We want to live like trees,
sycamores blazing through the sulfuric air,
dappled with scars, still exuberantly budding,
our animal passion rooted in the city.
II
I wake up in your bed. I know I have been dreaming.
Much earlier, the alarm broke us from each other,
you’ve been at your desk for hours. I know what I dreamed:
our friend the poet comes into my room
where I’ve been writing for days,
drafts, carbons, poems are scattered everywhere,
and I want to show her one poem
which is the poem of my life. But I hesitate,
and wake. You’ve kissed my hair
to wake me. I dreamed you were a poem,
I say, a poem I wanted to show someone . . .
and I laugh and fall dreaming again
of the desire to show you to everyone I love,
to move openly together
in the pull of gravity, which is not simple,
which carries the feathered grass a long way down the upbreathing air.
III
Since we’re not young, weeks have to do time
for years of missing each other. Yet only this odd warp
in time tells me we’re not young.
Did I ever walk the morning streets at twenty,
my limbs streaming with a purer joy?
did I lean from my window over the city
listening for the future
as I listen with nerves tuned for your ring?
And you, you move towards me with the same tempo.
Your eyes are everlasting, the green spark
of the blue-eyed grass of early summer
the green-blue wild cress washed by the spring.
At twenty, yes: we thought we’d live forever.
At forty-five, I want to know even our limits.
I touch you knowing we weren’t born tomorrow,
and somehow, each of us will help the other live,
and somewhere, each of us must help the other die.
IV
I come home from you through the early light of Spring
flashing off ordinary walls, the Pez Dorado,
the Discount Wares, the shoe-store. . . . I’m lugging my sack
of groceries, I dash for the elevator
where a man, taut, elderly, carefully composed
lets the door almost close on me. —For god’s sake hold it!
I croak at him. —Hysterical, — he breathes my way.
I let myself into the kitchen, unload my bundles,
make coffee, open the window, put on Nina Simone
singing Here comes the sun. . . . I open the mail,
drinking delicious coffee, delicious music,
my body still both light and heavy with you. The mail
lets fall a Xerox of something written by a man
aged 27, a hostage, tortured in prison:
My genitals have been the object of such a sadistic display
they keep me constantly awake with the pain . . .
Do whatever you can to survive.
You know, I think men love wars . . .
And my incurable anger, my unmendable wounds
break open further with tears, I am crying helplessly,
and they still control the world, and you are not in my arms.
V
This apartment full of books could crack open
to the thick jaws, the bulging eyes
of monsters, easily: Once open the books, you have to face
the underside of everything you’ve loved—
the rack and pincers held in readiness, the gag
even the best voices have had to mumble through,
the silence burying unwanted children—
women, deviants, witness—in desert sand.
Kenneth tells me he’s been arranging his books
so he can look at Blake and Kafka while he types;
yes; and we still have to reckon with Swift
loathing the women’s flesh while praising her mind,
Goethe’s dread of the mothers, Claudel vilifying Gide,
and the ghosts—their hands clasped for centuries—
of artists dying in childbirth, wise-women charred at the stake,
centuries of books unwritten piled behind these shelves;
and we still have to stare into absence
of men who would not, women who could not, speak
to our life—this still unexcavated hole
called civilization, this act of translation, this half-world.
VI
Your small hands, precisely equal to my own—
only the thumb is larger, longer—in these hands
I could trust the world, or in many hands like these,
handling power-tools or steering-wheel
or touching a human face. . . . Such hands could turn
the unborn child rightways in the birth canal
or pilot the exploratory rescue-ship
through icebergs, or piece together
the fine, needle-like sherds of a great krater-cup
bearing on its sides
figures of ecstatic women striding
to the sibyl’s den or the Eleusinian cave—
such hands might carry out an unavoidable violence
with such restraint, with such a grasp
of the range and limits of violence
that violence ever after would be obsolete.
VII
What kind of beast would turn its life into words?
What atonement is this all about?
—and yet, writing words like these, I'm also living.
Is all this close to the wolverines’ howled signals,
that modulated cantata of the wild?
or, when away from you I try to create you in words,
am I simply using you, like a river or a war?
And how have I used rivers, how have I used wars
to escape writing of the worst thing of all—
not the crimes of others, not even our own death,
but the failure to want our own freedom passionately enough
so that blighted elms, sick rivers, massacres would seem
mere emblems of that desecration of ourselves?
VIII
I can see myself years back at Sunion,
hurting with an infected foot, Philoctetes
in woman’s form, limping the long path,
lying on a headland over the dark sea,
looking down the red rocks to where a soundless curl
of white told me a wave had struck,
imagining the pull of that water from that height,
knowing deliberate suicide wasn't my métier,
yet all the time nursing, measuring that wound.
Well, that’s finished. The woman who cherished
her suffering is dead. I am her descendant.
I love the scar-tissue she handed on to me,
but I want to go on from here with you
fighting the temptation to make a career of pain.
IX
Your silence today is a pond where drowned things live
I want to see raised dripping and brought into the sun.
It’s not my own face I see there, but other faces,
even your face at another age.
Whatever’s lost there is needed by both of us—
a watch of old gold, a water-blurred fever chart,
a key. . . . Even the silt and pebbles of the bottom
deserve their glint of recognition. I fear this silence,
this inarticulate life. I'm waiting
for a wind that will gently open this sheeted water
for once, and show me what I can do
for you, who have often made the unnameable
nameable for others, even for me.
X
Your dog, tranquil and innocent, dozes through
our cries, our murmured dawn conspiracies
our telephone calls. She knows—what can she know?
If in my human arrogance I claim to read
her eyes, I find there only my own animal thoughts:
that creatures must find each other for bodily comfort,
that voices of the psyche drive through the flesh
further than the dense brain could have foretold,
that the planetary nights are growing cold for those
on the same journey, who want to touch
one creature-traveler clear to the end;
that without tenderness, we are in hell.
XI
Every peak is a crater. This is the law of volcanoes,
making them eternally and visibly female.
No height without depth, without a burning core,
though our straw soles shred on the hardened lava.
I want to travel with you to every sacred mountain
smoking within like the sibyl stooped over her tripod,
I want to reach for your hand as we scale the path,
to feel you arteries glowing in my clasp,
never failing to note the small, jewel-like flower
unfamiliar to us, nameless till we rename her,
that clings to the slowly altering rock—
that detail outside ourselves that brings us to ourselves,
was here before us, knew we would come, and sees beyond us.
XII
Sleeping, turning in turn like planets
rotating in their midnight meadow:
a touch is enough to let us know
we’re not alone in the universe, even in sleep:
the dream-ghosts of two worlds
walking their ghost-towns, almost address each other.
I’ve wakened to your muttered words
spoken light- or dark-years away,
as if my own voice had spoken.
But we have different voices, even in sleep,
and our bodies, so alike, are yet so different
and the past echoing through our bloodstreams
is freighted with different language, different meanings—
though in any chronicle of the world we share
it could be written with new meaning
we were two lovers of one gender,
we were two women of one generation.
XIII
The rules break like a thermometer,
quicksilver spills across the charted systems,
we’re out in a country that has no language
no laws, we’re chasing the raven and the wren
through gorges unexplored since dawn
whatever we do together is pure invention
the maps they gave us were out of date
by years . . . we’re driving through the desert
wondering if the water will hold out
the hallucinations turn to simple villages
the music on the radio comes clear—
neither Rosenkavalier nor Götterdämmerung
but a woman’s voice singing old songs
with new words, with a quiet bass, a flute
plucked and fingered by women outside the law.
XIV
It was your vision of the pilot
confirmed my vision of you: you said, He keeps
on steering headlong into the waves, on purpose
while we crouched in the open hatchway
vomiting into plastic bags
for three hours between St. Pierre and Miquelon.
I never felt closer to you.
In the close cabin where the honeymoon couples
huddled in each other’s laps and arms
I put my hand on your thigh
to comfort both of us, your hand came over mine,
we stayed that way, suffering together
in our bodies, as if all suffering
were physical, we touched so in the presence
of strangers who knew nothing and cared less
vomiting their private pain
as if all suffering were physical.
(The Floating Poem, Unnumbered)
Whatever happens with us, your body
will haunt mine—tender, delicate
your lovemaking, like the half-curled frond
of the fiddlehead fern in forests
just washed by sun. Your traveled, generous thighs
between which my whole face has come and come—
the innocence and wisdom of the place my tongue has found there—
the live, insatiate dance of your nipples in my mouth—
your touch on me, firm, protective, searching
me out, your strong tongue and slender fingers
reaching where I had been waiting years for you
in my rose-wet cave—whatever happens, this is.
XV
If I lay on that beach with you
white, empty, pure green water warmed by the Gulf Stream
and lying on that beach we could not stay
because the wind drove fine sand against us
as if it were against us
if we tried to withstand it and we failed—
if we drove to another place
to sleep in each other’s arms
and the beds were narrow like prisoners’ cots
and we were tired and did not sleep together
and this was what we found, so this is what we did—
was the failure ours?
If I cling to circumstances I could feel
not responsible. Only she who says
she did not choose, is the loser in the end.
XVI
Across a city from you, I’m with you,
just as an August night
moony, inlet-warm, seabathed, I watched you sleep,
the scrubbed, sheenless wood of the dressing-table
cluttered with our brushes, books, vials in the moonlight—
or a salt-mist orchard, lying at your side
watching red sunset through the screendoor of the cabin,
G minor Mozart on the tape-recorder,
falling asleep to the music of the sea.
This island of Manhattan is wide enough
for both of us, and narrow:
I can hear your breath tonight, I know how your face
lies upturned, the halflight tracing
your generous, delicate mouth
where grief and laughter sleep together.
XVII
No one’s fated or doomed to love anyone.
The accidents happen, we’re not heroines,
they happen in our lives like car crashes,
books that change us, neighborhoods
we move into and come to love.
Tristan und Isolde is scarcely the story,
women at least should know the difference
between love and death. No poison cup,
no penance. Merely a notion that the tape-recorder
should have caught some ghost of us: that tape-recorder
not merely played but should have listened to us,
and could instruct those after us:
this we were, this is how we tried to love,
and these are the forces they had ranged against us,
and these are the forces we had ranged within us,
within us and against us, against us and within us.
XVIII
Rain on the West Side Highway,
red light at Riverside:
the more I live the more I think
two people together is a miracle.
You’re telling the story of your life
for once, a tremor breaks the surface of your words.
The story of our lives becomes our lives.
Now you’re in fugue across what some I’m sure
Victorian poet called the salt estranging sea.
Those are the words that come to mind.
I feel estrangement, yes. As I’ve felt dawn
pushing toward daybreak. Something: a cleft of light—?
Close between grief and anger, a space opens
where I am Adrienne alone. And growing colder.
XIX
Can it be growing colder when I begin
to touch myself again, adhesions pull away?
When slowly the naked face turns from staring backward
and looks into the present,
the eye of winter, city, anger, poverty, and death
and the lips part and say: I mean to go on living?
Am I speaking coldly when I tell you in a dream
or in this poem, There are no miracles?
(I told you from the first I wanted daily life,
this island of Manhattan was island enough for me.)
If I could let you know—
two women together is a work
nothing in civilization has made simple,
two people together is a work
heroic in its ordinariness,
the slow-picked, halting traverse of a pitch
where the fiercest attention becomes routine
—look at the faces of those who have chosen it.
XX
That conversation we were always on the edge
of having, runs on in my head,
at night the Hudson trembles in New Jersey light
polluted water yet reflecting even
sometimes the moon
and I discern a woman
I loved, drowning in secrets, fear wound round her throat
and choking her like hair. And this is she
with whom I tried to speak, whose hurt, expressive head
turning aside from pain, is dragging down deeper
where it cannot hear me,
and soon I shall know I was talking to my own soul.
XXI
The dark lintels, the blue and foreign stones
of the great round rippled by stone implements
the midsummer night light rising from beneath
the horizon—where I said “a cleft of light”
I meant this. And this is not Stonehenge
simply nor any place but the mind
casting back to where her solitude,
shared, could be chosen without loneliness,
not easily nor without pains to stake out
the circle, the heavy shadows, the great light.
I choose to be the figure in that light,
half-blotted by darkness, something moving
across that space, the color of stone
greeting the moon, yet more than stone:
a woman. I choose to walk here. And to draw this circle.
(The Dream of a Common Language, W.W. Norton & Company, 1978).
ADRIENNE RICH (EE.UU, 1929-2012)
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