sábado, 25 de agosto de 2018

“Ya no soy su madre/ sino mujer, y pesadilla”

VIERNES, 1 DE JULIO DE 2011
ES MI MUNDO

MORDER ESA MANZANA

Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana es un texto imprescindible para el movimiento (político) de lesbianas, pero es apenas uno de los aportes fundamentales de Adrienne Rich, la poeta y ensayista norteamericana que supo discutir verso a verso ese ideal mudo de las mujeres amadas del chileno Pablo Neruda oponiendo mujeres amantes, libres y parlantes que saben que no hay pasión sin inteligencia ni amor en el sometimiento. Esa manzana es la que convidó Rich en su obra siempre política e insurrecta.

 Por Paula Jiménez
Las primeras desobediencias vinieron de la mano de su libro Instantáneas de una nuera, cuando todavía no había cumplido 30 años. Adrienne Rich (1929), poeta, ensayista y teórica feminista y lesbiana, proviene de una familia de intelectuales blancos de Baltimore que apoyaron su formación literaria. Siendo muy joven Adrienne obtuvo la beca Guggenheim y poco después de este reconocimiento llegaron los hijos. Y con los hijos la publicación de Los talladores de diamantes, una serie de poemas que cautivaron a la crítica. Pero esa literatura –esa vida– construida con los materiales del control y la domesticidad propios del sueño americano, no duró mucho y el verdadero monstruo que había en Rich salió a la luz para decir, de golpe y porrazo, las cosas más inconvenientes: “Sin suspirar, señoras. El tiempo es masculino/ y con sus copas brinda por las mujeres bellas./ Absortas en las galanterías, escuchamos/ las exageradas alabanzas a nuestras mediocridades,/ la indolencia se interpreta como abnegación,/ el descuido en el pensar se denomina intuición,/ se perdona cada traspié; nuestro crimen/ en cambio, consiste en hacer sombra/ o en romper el molde, sin vacilar// Por ello, aislamiento penal,/ gas lacrimógeno, bombardeo por traición./ Pocas son las solicitantes para este premio”. Con Instantáneas de una nuera, Rich alzó la voz y conquistó al público de las mujeres. De pronto, tanto el mundillo de los poetas como el de los críticos, se indignaron con ella. La abuelita era el lobo otra vez, y el patriarcado puso gesto de espanto. Traición, dirían. Y todavía no había pasado lo peor.

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Dentro de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, escritos por Pablo Neruda, figura aquel inolvidable verso que resalta, una vez más, la “virtud” femenina del silencio: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”. En 1976, tres años después de que el padre de la poesía chilena recibiera el Nobel, Adrienne Rich le presentó solapada batalla a él, y con él al patriarcado, a través de sus Veintiún poemas de amor, contestando aquella poética amorosa con otra, erótica y lúcida, dedicada al amor entre mujeres. Lenguaje y deseo reinventados por su pluma, al margen de la ley y del idilio hétero, cuestionarían la tradición literaria y los valores en los que ésta se sustentaba. “Temo este silencio/esta vida informe. Voy a la espera/ de un viento que abra suavemente estos pliegues de agua/ de una vez y me indique qué puedo hacer por ti/ tú que a menudo has puesto nombre a lo innombrado/ para los otros, incluso para mí”, dijo Adrienne en estos versos escritos a su amada. Con ellos buscaba devolver su valor a la deslegitimada palabra de las mujeres, e inyectar poder, de paso, en la debilitada osamenta de nuestro género.
Sus Veintiún poemas de amor, sin canción desesperada, integraron el libro El sueño de un lenguaje común. Y el sueño era éste: el de un lenguaje que abriera nuevos caminos a la imaginación y refundara un mundo en decadencia, un lenguaje que reflejara una cultura no esclavista ni opresora, que no pretendiese asegurar a los hombres el acceso a la sexualidad de las mujeres a través de métodos violatorios, que no nos obligara a la elección heterosexual, que nos hiciera conscientes de nuestras capacidades y nos mostrara dueñas de nuestra independencia. Porque para Rich, la revolución pasó, sigue pasando, por desenmascarar el poder que el lenguaje tiene sobre las cosas: nada menos que el de hacerlas existir o desaparecer. Y la única herramienta que hay para transformar el lenguaje es él mismo: “éste es el lenguaje del opresor/ y sin embargo lo necesito para hablarte”, dijo en 1968. Años después, en 1980, propuso los términos existencia lesbiana (porque con decir lesbiana no alcanza para afirmar una presencia histórica tan alevosamente omitida) y continuum lésbico (aludiendo a una cadena de solidaridades y empoderamiento mutuo entre las mujeres, para el cual no es condición la vinculación erótica), términos incluidos en uno de sus textos fundamentales, Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana, con el que se propone desnaturalizar la heterosexualidad y cuestionar cuánto de libertad hay en esta elección. Este ensayo fue una de las lecturas imprescindibles a la hora de organizar el movimiento político de las lesbianas, que había comenzado a gestarse durante la década anterior.

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Había dicho Virginia Woolf: “Como mujer ni tengo país. Como mujer no quiero país. Como mujer mi país es el mundo entero”. Pero Rich no estaba tan de acuerdo: ella empezaba a pensar en la necesidad de una “política de la posición” que no licuara diferencias de raza, origen o religión, que hacen de cada vida, una distinta. “Preciso entender la manera en que un lugar en el mapa es también un lugar en la historia dentro del cual como mujer, judía, lesbiana, feminista, he sido creada e intento crear”, dijo, respondiéndole a Virginia.

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La cuestión de la maternidad también pasó por el tamiz de sus cuestionamientos y en su libro Nacemos de mujer, 1976, revisó diferentes posibilidades de atravesar esta experiencia, y analizó, con la misma lucidez, conflictos y contradicciones. Dice en el prólogo de su reedición, en 1986: “Fui reprendida por una respetada mentora, por terminar el libro con un capítulo sobre violencia maternal. Ella pensaba que yo estaba dando munición al enemigo por la mera inclusión de ese tema. Pero yo creía en lo que escribí en 1976: ‘las teorías de poder femenino y de ascendencia femenina deben tener plenamente en cuenta las ambigüedades de nuestro ser, y el continuum de nuestra conciencia, las potencialidades de energía, tanto creativa como destructiva, en cada una de nosotras’. Todavía sigo creyéndolo. La opresión no es la madre de la virtud; la opresión puede desvirtuarnos, minarnos, hacer que nos odiemos a nosotras mismas. Pero también puede hacernos realistas, que no nos odiemos a nosotras mismas ni nos asumamos como meras víctimas inocentes e inimputables”.
Romper el molde en todas sus formas, liberar, remover fijezas. Nada permanece quieto ni inocente ante la mirada de esa Adrienne Rich que años antes, en 1964, escribió aquel poema donde narra la escena ominosa en la que su propio hijo se horroriza una mañana, cuando ella se acerca a despertarlo. El poema termina así: “Ya no soy su madre/ sino mujer, y pesadilla”.

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Era 1972 y para Rich la vida heterosexual había quedado atrás. Su camino avanzaba hacia un deseo de liberación sin retorno y el divorcio había sido uno más de aquellos pasos. Tras el suicidio de su ex marido, la poeta escribió estos versos: “El próximo año se habrían cumplido 20 años/ y tú yaces inútilmente muerto/ tú que podrías haber dado el salto// aquel que vislumbramos demasiado tarde// ese que percibo ahora/ no como salto/ sino como una sucesión de breves y sorprendentes movimientos// y cada uno de ellos hace posible el próximo”.
Tiempo antes de la separación, cuando abrió los ojos al feminismo, reconoció el descontento y la insatisfacción que su correcta vida familiar y literaria mantenían adormecidos. Y luego, hubo un momento a partir del cual su sexualidad cambió, su poesía cambió y con ellas todo lo demás. Entonces, lo personal se hizo político: “El instante en que un sentimiento penetra en el cuerpo es político”, dijo en 1968. El poema pasó a ser una interpretación de la realidad, la vida una continuación del arte; el amor, la palabra, la política, dejaron de ser preocupaciones fragmentarias. Su poema “Divisiones” finaliza de este modo: “rechazo lo heredado las divisiones/ entre el amor y el acto decido/ no sufrir inútilmente y no aprovecharme de ella/ esta vez decido amar por fin/ con toda mi inteligencia”. ¿Inteligencia en el amor? ¿No sacrificio, no padecimiento, no alienación? Adrienne Rich estaba convidando una manzana.

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Toda literatura escrita desde los márgenes (no representativa de la clase media, blanca y heterosexual) era considerada “de protesta” y excluida por el patriarcado de los años ‘60, de los cánones estéticos y de los lugares de divulgación y visibilidad, pero estas fuerzas –no tan secretas– aunque quisieron, no pudieron con Adrienne: ella produjo una poesía de la disidencia capaz de exigir su porción de responsabilidad a la belleza y de hacer del arte y la política dos caras de lo mismo. “El amor hacia los niños y por otras/ mujeres es el único que realmente he sentido./ Lo demás fue lujuria, compasión,/ odio a mí misma, compasión, lujuria./ Así se confiesa una mujer./ Vuelve tú ahora a mirar el rostro / de la Venus de Boticcelli, el de Kali,/ el de Judith de Chartres/ con su supuesta sonrisa”, escribió, rabiosa, en el poema 9 de Fenomenología de la ira.
Mientras una parte de la crítica denostaba su poesía, la otra le otorgaba sus reconocimientos y los premios seguían llegando. En el ensayo Por qué rechacé la medalla nacional de las artes (1997), que es una carta escrita al entonces presidente Bill Clinton, Rich diría: “En las últimas dos décadas he sido testigo del impacto, cada vez más brutal, de la injusticia racial y económica en nuestro país. No hay una simple fórmula que relacione el arte con la justicia, pero sé que el arte no significa nada si simplemente decora la mesa para la cena del poder que lo mantiene rehén”.

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“¿Qué te encoleriza, Adrienne?”, preguntó el periodista. Y ella dijo: “La complacencia. El tipo de complacencia que, o no quiere ver, o ve, y sabe que planea sobre la verdad”.

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