martes, 13 de agosto de 2024

Con los pies y el cuello encadenados Y la cabeza al sol

 

Marguerite Duras / Poemas encubiertos




Dos ¿poemas? de Marguerite Duras


Traducción e introito de Jacqueline Goldberg


Lo que siguen son poemas de Marguerite Duras, aunque no sean poemas de Marguerite Duras. No fue ella quien los tanteó, los recobró. Ella quien fundó su último lugar. Pero son poemas de Duras. Lo decido yo, que soy su lectora. Su devota. Lo declaro yo, que la releo en la continuidad de su silencio. En los márgenes borrados incluso de sus novelas y textos más “narrativos”. Lo rubrico en la lealtad de una traducción consumada desde la piel, como una renuncia más al trecho bibliográfico de la autora.
Duras confesó haber adquirido una identidad esencial a través de una frase de Jacques Lacan: «No debe de saber que ha escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe». Así, sabemos, que cuando surge un lector, el autor desaparece, es apócrifo, escribe lo que uno cree que escribe. El lector transforma el libro. Lo destruye. Lo reconstruye. Es su vocación. De ahí que poco importe que Marguerite Duras haya o no vertido sus textos en un libro de poesía. Que haya dicho que ciertos textos suyos pueden verse como poemas. Lo digo yo. Con eso basta.
Laure Adler advierte en su obra biográfica Marguerite Duras (Anagrama, Barcelona, 2000) el hallazgo, tras la muerte de la autora, de un poema escrito en unas hojas sin fecha. El texto probablemente corresponda a la misma época de escritura de la novela Un dique contra el pacífico, donde la desesperanza es ofrenda familiar:

«Canto del cabo
Larga es la espera
Bajo el sol
Los hombres se arrastran por la carretera
Encadenados a la esperanza
Mucho esperé en la pista
Con los pies y el cuello encadenados
Y la cabeza al sol
El estómago vacío, el culo apaleado
Arroz de miseria
Sol de hierro

Mi hijos hambrientos

El hambre, el paludismo

Oh llanuras de mi país
Tan bienaventuradas de criaturas
Muertas de hambre
Oh sol de sal
Oh país mío, mi único destino».


Y hay otro poema inacabado, El Mar, de los días iniciales:

«Oh, mar, tantos besos sobre nuestras pobre miradas
tantas olas unidas,
y tanto anhelo
en este hostigamiento de desiertos hundidos.
Los hombres alrededor bañándose en tus espumas,
la voz de tus prisioneros
se apaga sobre sus cuerpos.
Oh, pueblo, siempre una mañana os priva del mar
vuestra voz y vuestras manos se tornan más desgarradoras
y en vuestros ojos ya
contra toda la tierra, hay recuerdos.»

Los textos de Duras que aparecen en sus novelas no son poemas porque lo parecen, por su estructura a veces versificada, su puntuación, sus vacíos. Son poemas por lo que niegan. Por esa incerteza que los delata. Por detenerse al margen, por acusar, desistir. Por dar cauce a vocablos impostergables. Por ser acontecimiento en sí mismo, asombro, silencio, síntesis.
Duras admitió que escribir es no hablar: «Es callarse. Es aullar sin ruido». Sus novelas son lugares de mudez. Pero aquellos fragmentos que osamos ver como poemas (en novelas y guiones cinematográficos como Hiroshima mon amourEl hombre en el pasilloLa enfermedad de la muerteEs todo) se convierten en el íntimo lugar del habla, donde un libro secreto avanza y se vislumbra desde un extraviado alfabeto. Donde nada calumnia ni somete. Libro reabierto, donde dice Duras.

Cesarea, Cesarea es la memoria recuperada. Duras estuvo en el mítico lugar gracias a una invitación del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel. Aquellas ruinas escarbaron en ella una cierta desazón ante la historia que grita entre piedras. El texto constituye una nueva versión de comentarios escritos a partir de planos no utilizados de su guión cinematográfico Le navire night (Le navire night. Cesarea Cesarea. Les mains negatives. Gallimard Editions, Colecttion Folio, París, 1992). Quizá es uno de los textos de Duras que más hablan de un aliento poético por su musicalidad y su jadeo constante. La banda sonora de la película Cesarea, Cesarea contiene la voz de la propia Duras. Partiendo de las imágenes del jardín de Las Tullerías, en París, evoca la ciudad mediterránea, cuyas ruinas han puesto al descubierto la olvidada grandeza de la ciudad en la época romana y de las Cruzadas.

Les mains negatives (Las manos negativas) es, al igual que Cesarea, Cesarea, un fragmento del guión de Le navire night. Y es, asimismo, una reflexión sobre la memoria que nos convoca desde los inicios de la historia misma. Duras llama “manos negativas” a las pinturas halladas en las grutas magdalenianas de la Europa Sur Atlántica. Se detiene en su contorno, en sus heridas de piedra, sus colores inexplicables. El asombro ante la huella humana es aquí una excusa para recorrer el ansia que infunde el pasado, la realidad de ese pasado. «En Les mains negatives» señala Adler, «se dice a gritos que llevamos amando treinta mil años, y esos gritos de amor, esas alusiones a las cuevas prehistóricas, van acompañados de imágenes de hombres de piel oscura que recogen los cubos de basura de París al amanecer. No sale ni un hombre blanco, sólo negros. Esos gritos de amor parecen dirigidos a esa población negra, rechazada, despreciada, humillada, que se encarga de las tareas más indignas de nuestra sociedad blanca»

Cesarea

Cesarea
Cesarea
Así se llama el lugar
Cesarea

Cesarea

Sólo queda la memoria de la historia
y esa única palabra para nombrarla
Cesarea
La totalidad.
Sólo el lugar
Y la palabra.

El suelo.
Limpio.
De la polvareda de mármol
mezclada con la arena del mar.

Dolor.
El intolerable.
El dolor de su separación.

Cesarea.
Aún se llama el lugar.
Cesarea
Cesarea.

El lugar es llano
frente al mar
el mar está al final de su curso
golpea las ruinas
siempre fuertes
aquí, ahora, ya frente al otro continente.
Azules las columnas de mármol azul, arrojadas allí frente al puerto.

Todo destruido.
Todo ha sido destruido.

Cesarea

Cesarea.
Capturada.
Raptada.
Conducida al exilio sobre la nave romana,
reina de los Judíos,
señora reina de Samaria.
Por él.

Él.
El criminal.
El destructor del templo de Jerusalén.

Y después repudiada.

Aún se llama así el lugar
Cesarea
Cesarea.

El fin del mar
El mar que golpea contra los desiertos

No queda sino la historia
El todo.
Sólo este trozo de mármol bajo los pasos
Esta polvareda.
Y el azul de las columnas hundidas.

El mar ha triunfado sobre la tierra de Cesarea.
Las calles de Cesarea eran estrechas, oscuras.
Su frescura arrojada sobre el sol de las plazas,
Al arribo de los barcos
y la polvareda de los rebaños.
En ese polvo
se ve aún, se lee aún el pensamiento
de la gente de Cesarea
el trazado de las calles de los pobladores de Cesarea.

Ella, reina de los Judíos.
Regresa.
Repudiada.
Perseguida
Por razón de Estado
Repudiada por razón de Estado.
Vuelve a Cesarea.
El viaje por mar en la nave romana.
Fulminada por el intolerable dolor de haber sido abandonada,
por él, criminal del templo.

En el fondo el navío reposa entre las gasas blancas del duelo.
La noticia del dolor estalla y se derrama sobre el mundo.
La noticia recorre los mares, se derrama sobre el mundo.

El lugar se llama Cesarea.

Cesarea.

Al norte, el lago Tiberíades, los grandes patios de San Juan de Acre
Entre el lago y el mar, Judea, Galilea.
Alrededor, campos bananeros, maizales,
naranjales,
los trigales de Galilea.
Al sur, Jerusalén, hacia Oriente, Asia, los desiertos.

Era muy joven, dieciocho años, treinta años,
dos mil años.
Se la han llevado.
Repudiada por razón de Estado.
El Senado habló del peligro de un amor así.

Arrancada de él
De su deseo.
Muere.

En la mañana frente a la ciudad, la nave de Roma.
Muda, blanca como tiza, aparecida.
Sin pudor.

En el cielo de pronto el estallido de cenizas.
Sobre ciudades llamadas Pompeya, Herculano.

Muerta.
Lo destruye todo
Muere.

El lugar se llama Cesarea
Cesarea
No hay nada más que ver. Sino el todo.

Hay un pesado verano en París.
Frío. De bruma.




Las manos negativas

Ante el océano
bajo el acantilado
en el muro de granito

esas manos

abiertas

Azules
Y negras

Del azul del agua
Del negro de la noche

El hombre ha venido solo a la gruta
de cara al océano
Todas las manos poseen la misma dimensión
estaba solo

El hombre solo en la gruta ha mirado
en el ruido
en el ruido del mar
la inmensidad de las cosas

Y ha gritado

A ti, elegida, dotada de identidad, te amo

Esas manos
del azul del agua
del negro del cielo

Anodinas

Desmembradas sobre el granito gris

Para que se vean

Soy quien llama
Soy aquel que llamaba, que gritaba hace treinta mil años

Te amo

Grito que quiero amarte, te amo

Amaría a quien me escuchase gritar

En la tierra vacía permanecerán esas manos, en la pared de granito
frente al estruendo del océano

Insoportable

Ya nadie escuchará

Ni verá

Treinta mil años
Esas manos, negras

El reflejo de la luz sobre el mar hace temblar
la pared de piedra

Soy alguien soy aquel que llamaba que gritaba en aquella luz blanca

El deseo
la palabra no ha sido aún inventada

Miró la inmensidad de las cosas en el estruendo de las olas,
la inmensidad de su fuerza

y después gritó

Bajo sus pies los bosques de Europa,
sin fin

Se yergue él en el centro de piedra
de corredores
rutas de piedra
de todas partes

A tí, elegida, dotada de identidad,
te amo en un amor indefinido.

Había que descender el acantilado
vencer el miedo
El viento sopla desde el continente empuja
el océano
Las olas luchan contra el viento
Avanzan
contenidas por su fuerza
y pacientemente llegan
a la pared

Todo se destruye

Te amo más allá de tí
Amaría a quien escuchase que grito que te amo

Treinta mil años

Llamo

Llamo a quien me escuche

Deseo amarte te amo

Hace treinta mil años que grito ante al espectro blanco del mar

Soy aquel que gritaba que te amaba, a ti


Marguerite Duras (Saigón, 1914 - París, 1996)


Foto: Duras s/d

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