STELLA DÍAZ VARÍN, LA COLORINA, POETA PUNK CHILENA
Por Gabriela Borrelli / Jueves 09 de mayo de 2019
Poderosa, rupturista y singular como su vida, es la poesía de Stella Díaz Varín. Con ilustración de Aymará Mont, Gabriella Borrelli recuerda en esta nota a la poeta chilena, recuperando algunos fragmentos de su obra, indómita y combativa.
Quizás la primera herejía haya sido nacer en La Serena. Chile, 1926. Nada de serena tendría Stella Díaz Varín, nada de serena su poesía ni su personalidad que tanto se confundieron y le valieron los epítetos más fogoneros: la poeta punk, la Bukowski chilena, la poeta boxeadora. Lo cierto es que la figura y la obra de Díaz Varín rebalsan esas características que, ciertas o infladas, no le hacen justicia a una de las voces más originales de la poesía de mitad del siglo pasado. Sí es verdad que alguna que otra vez lanzó una trompada en los alrededores de El Bosco, cuando habitaba la noche poética de Santiago codeándose con Enrique Lihn, Alejandro Jodorowski o el mismísimo Nicanor Parra, el antipoeta, quien le dedicó uno de sus más odiosos poemas: «La víbora». Pero no se trata aquí de seguir la estela de leyendas sobre su figura, sino de resaltar la potencia de una voz que en la década de los 50 anticipa un movimiento de poesía feminista que hoy nos convoca en Latinoamérica. Su primer poema, el que da título al libro Razón de mi ser (1949) traza una genealogía histórica y política, por qué no literaria, con una tradición a la que por momentos adscribe y ante la que también reacciona. En ese primer libro el viento de la vanguardia pareciera dialogar con los troncos sólidos de la poesía chilena, es decir, no se puede eludir en la lectura el eco de la voz mistralesca como tampoco se puede no escuchar el susurro de los antipoemas o la cadencia de Enrique Lihn. También la largueza de Altazor y su inquietud metafísica. Díaz Varín llegó a Santiago para estudiar psiquiatría y se convirtió en una figura de su generación, insistiendo en algunos tópicos que ya se prefiguran en este poema: la agonía. Esperar la muerte o esperar la vida, trazar lazos con las mujeres que la antecedieron y siempre buscar la palabra para decir lo que no tiene nombre.
«Razón de ser»
De la mujer que desparramó las larvas milenarias
de sus pechos en el dintel del tiempo;
de la mujer que se envolvió a sí misma
dentro de una madrépora en su mundo de algas
y desanduvo su agonía decisiva junto con las estrellas…
de la mujer que amaba las palomas en éxtasis de virgen,
y amamantaba lirios por la noche con su pezón dormido;
de la mujer que supo antes que dios del clavo y del silicio.
De ella, la tentadora de la muerte durante ocho siglos,
la que en sus manos tiene dos trigales y en sus sienes de niña
una rama florecida de lágrimas,
de ella la novia que tendió sus velos por sobre los abismos
de ella vencedora, la cercana,
de esa mujer soy hija.
En 1953 Stella Díaz Varín publica Sinfonía del hombre fósil donde experimenta con la prosa poética, con el verso corto, donde indaga la idea de lo fósil como metáfora de la museificación de una lengua en un juego que a su vez critica profundamente la colonización de los pueblos americanos. Stella se afilia en esta época al partido comunista, escribe en el diario La Opinión, camina la noche, vive y bebe, y ya su tremenda cabellera colorada empieza a darle otro nombre, otra forma de ser nombrada por los otros: la Colorina. Rojo su pelo, rojo su corazón, rojas sus palabras, Colorina su nombre.
«La palabra»
Una sola será mi lucha
Y mi triunfo;
Encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia.
Debes recordar
dónde la guardaste
Debiste pronunciarla siquiera una vez...
Ya la habría encontrado
Pero tienes razón ese era el pacto.
Mira cómo está mi casa, desarmada.
Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza.
Y mi huerto, forado permanente
Y mis libros cómo mi huerto,
Hojeado hasta el deshilache
Sin dar con la palabra.
Se termina la búsqueda y el tiempo.
Vencida y condenada
Por no hallar la palabra que escondiste.
«Me despido de la virtud, como de una vieja amiga, existo entre los malhechores» dirá poco después de la aparición en 1959 de Tiempo, medida imaginaria. Un título genial para poemas en los que esa mujer, hija en el primer libro, ahora comanda soldados y borrachos. Dueña de la noche y de su cuerpo, dueña de sus hijos a los que ve morir y dueña de sus amigos, tan amigos que hasta debe dar cuenta de ellos con un tatuaje casero en una madrugada cualquiera jurando luchar por la revolución.
«Breve historia de mi vida»
Comando soldados.
Y les he dicho acerca del peligro
de esconder las armas
bajo las ojeras.
Ellos no están de acuerdo.
Y como están todo el tiempo discutiendo
siempre traen perdida la batalla.
Uno ya no puede valerse de nadie.
Yo no puedo estar en todo;
para eso pago cada gota de sangre
que se derrama en el infierno.
En el invierno, debo dedicarme
a oxidar uno que otro sepulcro.
Y en primavera, construyo diques
destinados a los naufragios.
Así es, en fin...
Las cuatro estaciones del año
no me contemplan, sino trabajando.
Enhebro agujas
para que las viudas jóvenes
cierren los ojos de sus maridos,
y desperdicio minutos, atisbando
a la entrada de una flor de espliego
de una simple abeja,
para separarla en dos,
y verla desplazarse:
la cabeza hacia el sur
y el abdomen hacia la cordillera.
Así es
como el día de Pascua de Resurrección
me encuentra fatigada,
y sin la sombra habitual
que nos hace tan humanos
al decir de la gente.
Enrique Lihn, amigo y prologuista de uno de sus últimos libros, dijo que no era posible hablar de su poesía sin hablar de ella. Tal vez sea cierto, pero con una salvedad. Nos entusiasma hablar de esa irreverencia estética y vital, porque en la performance de la Colorina podía leerse su vida. Nos entusiasma hablar de su vida porque no fue una vida más, porque habitó el presente de sus días con dolor y pena, con nostalgia y melancolía, con fervor allendista y desilusión alcohólica.
«Trasluz»
Que se me permita mirar por la ventana
Sólo el espinazo de la muerte
A tranco largo
Mirando fijamente
A mis ojos deslucidos.
Veo la ausencia
Doblando por la esquina
La miserable luz
De los días empañados.
Muy de tarde en tarde
Algún aprendiz de hombre
Vestido de domingo.
En estas agonías neblinosas
Estoy mirando desde una ventana ajena
Tras la luz de este rincón desconocido
Desde esta ventana hacia ningún paisaje
Hueco sin distancias
Seca pupila donde no resplandece
ni el más leve trino.
Dos son los poemas tal vez más difundidos de la Colorina. Uno constituye una amalgama perfecta entre la idea de casa como prisión y no como protección. Un imaginario bucólico con brisas surrealistas. Es en este poema también dónde responde el antipoema que le dedicase Nicanor Parra.
«La casa»
Dejaban mi cabellera colgando desde el tronco de la
puerta como trofeo.
Sin precedente en la historia de los indios manantiales,
y una cuenca abierta, para la mirada
de los ojos indiscretos colocada a la acera del abismo...
Y esta era mi morada.
Una víbora, encerrada en la jaula,
destinada a cualquier pájaro,
y una piedra caída temporalmente desde la cima,
una piedra nómade en busca de aventuras servía de puerta,
de mesa de comedor...
Qué queréis que se haga con estos materiales.
Nada. Sino escribir poesía melancólica.
Acaso, cuando la noche se despierte
debajo de los murciélagos,
no haya otra cosa sino una sensación,
y a estas vertientes
que a uno le aparecen desde el
fondo de los ojos.
No haya
sino un alud de hijos de piedra,
de hijas de agua de hijos de árboles.
Entonces escribiré mi biografía
al uso de los poetas indecisos.
Miraré a través de una llama de cobalto
y distinguiré objetos olvidados;
como cuando dormía adosada a la pared
y todo parecía bello sin serlo.
Tomaré una de mis pequeñas flautas colgantes
y entonaré la canción del amor.
Los últimos años de la Colorina estuvieron marcados por la cercanía de la muerte y el afecto de sus hijos y nietos. Por lo menos así podemos verla en el documental dirigido por Fernando Guzzoni y Werner Giesen, quienes siguen a Stella Díaz Varín de cerca, rastreando sus recuerdos, atajando sus tempestades, retratándola con una cámara que pareciera seguir el método guerrilla y que le sienta perfecta. Stella Díaz Varín es la estrella roja de la poesía chilena, atraviesa la cordillera para llegar a este lado del continente para de ahora en más nunca dejarnos tranquiles, nunca en paz después de conocer su nombre. Para que nosotres tampoco la dejemos nunca en paz.
«Dos de noviembre»
No quiero
Que mis muertos descansen en paz
Tienen la obligación
De estar presentes
Vivientes en cada flor que me robo
A escondidas
Al filo de la medianoche
Cuando los vivos al borde del insomnio
Juegan a los dados
Y enhebran su amargura.
Los conmino a estar presentes
En cada pensamiento que desvelo
No quiero que los míos
Se me olviden bajo tierra
Los que allí los acostaron
No resolvieron la eternidad
No quiero
Que mis muertos me los hundan
Me los ignoren
Me los hagan olvidar
Aquí o allá
En cualquier hemisferio
Los obligo a mis muertos
En su día
Los descubro, los trasplanto
Los desnudo
Los llevo a la superficie
A flor de tierra
Donde está esperándolos
El nido de la acústica.
Poderosa, rupturista y singular como su vida, es la poesía de Stella Díaz Varín. Con ilustración de Aymará Mont, Gabriella Borrelli recuerda en esta nota a la poeta chilena, recuperando algunos fragmentos de su obra, indómita y combativa.
Quizás la primera herejía haya sido nacer en La Serena. Chile, 1926. Nada de serena tendría Stella Díaz Varín, nada de serena su poesía ni su personalidad que tanto se confundieron y le valieron los epítetos más fogoneros: la poeta punk, la Bukowski chilena, la poeta boxeadora. Lo cierto es que la figura y la obra de Díaz Varín rebalsan esas características que, ciertas o infladas, no le hacen justicia a una de las voces más originales de la poesía de mitad del siglo pasado. Sí es verdad que alguna que otra vez lanzó una trompada en los alrededores de El Bosco, cuando habitaba la noche poética de Santiago codeándose con Enrique Lihn, Alejandro Jodorowski o el mismísimo Nicanor Parra, el antipoeta, quien le dedicó uno de sus más odiosos poemas: «La víbora». Pero no se trata aquí de seguir la estela de leyendas sobre su figura, sino de resaltar la potencia de una voz que en la década de los 50 anticipa un movimiento de poesía feminista que hoy nos convoca en Latinoamérica. Su primer poema, el que da título al libro Razón de mi ser (1949) traza una genealogía histórica y política, por qué no literaria, con una tradición a la que por momentos adscribe y ante la que también reacciona. En ese primer libro el viento de la vanguardia pareciera dialogar con los troncos sólidos de la poesía chilena, es decir, no se puede eludir en la lectura el eco de la voz mistralesca como tampoco se puede no escuchar el susurro de los antipoemas o la cadencia de Enrique Lihn. También la largueza de Altazor y su inquietud metafísica. Díaz Varín llegó a Santiago para estudiar psiquiatría y se convirtió en una figura de su generación, insistiendo en algunos tópicos que ya se prefiguran en este poema: la agonía. Esperar la muerte o esperar la vida, trazar lazos con las mujeres que la antecedieron y siempre buscar la palabra para decir lo que no tiene nombre.
«Razón de ser»
De la mujer que desparramó las larvas milenarias
de sus pechos en el dintel del tiempo;
de la mujer que se envolvió a sí misma
dentro de una madrépora en su mundo de algas
y desanduvo su agonía decisiva junto con las estrellas…
de la mujer que amaba las palomas en éxtasis de virgen,
y amamantaba lirios por la noche con su pezón dormido;
de la mujer que supo antes que dios del clavo y del silicio.
De ella, la tentadora de la muerte durante ocho siglos,
la que en sus manos tiene dos trigales y en sus sienes de niña
una rama florecida de lágrimas,
de ella la novia que tendió sus velos por sobre los abismos
de ella vencedora, la cercana,
de esa mujer soy hija.
En 1953 Stella Díaz Varín publica Sinfonía del hombre fósil donde experimenta con la prosa poética, con el verso corto, donde indaga la idea de lo fósil como metáfora de la museificación de una lengua en un juego que a su vez critica profundamente la colonización de los pueblos americanos. Stella se afilia en esta época al partido comunista, escribe en el diario La Opinión, camina la noche, vive y bebe, y ya su tremenda cabellera colorada empieza a darle otro nombre, otra forma de ser nombrada por los otros: la Colorina. Rojo su pelo, rojo su corazón, rojas sus palabras, Colorina su nombre.
«La palabra»
Una sola será mi lucha
Y mi triunfo;
Encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia.
Debes recordar
dónde la guardaste
Debiste pronunciarla siquiera una vez...
Ya la habría encontrado
Pero tienes razón ese era el pacto.
Mira cómo está mi casa, desarmada.
Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza.
Y mi huerto, forado permanente
Y mis libros cómo mi huerto,
Hojeado hasta el deshilache
Sin dar con la palabra.
Se termina la búsqueda y el tiempo.
Vencida y condenada
Por no hallar la palabra que escondiste.
«Me despido de la virtud, como de una vieja amiga, existo entre los malhechores» dirá poco después de la aparición en 1959 de Tiempo, medida imaginaria. Un título genial para poemas en los que esa mujer, hija en el primer libro, ahora comanda soldados y borrachos. Dueña de la noche y de su cuerpo, dueña de sus hijos a los que ve morir y dueña de sus amigos, tan amigos que hasta debe dar cuenta de ellos con un tatuaje casero en una madrugada cualquiera jurando luchar por la revolución.
«Breve historia de mi vida»
Comando soldados.
Y les he dicho acerca del peligro
de esconder las armas
bajo las ojeras.
Ellos no están de acuerdo.
Y como están todo el tiempo discutiendo
siempre traen perdida la batalla.
Uno ya no puede valerse de nadie.
Yo no puedo estar en todo;
para eso pago cada gota de sangre
que se derrama en el infierno.
En el invierno, debo dedicarme
a oxidar uno que otro sepulcro.
Y en primavera, construyo diques
destinados a los naufragios.
Así es, en fin...
Las cuatro estaciones del año
no me contemplan, sino trabajando.
Enhebro agujas
para que las viudas jóvenes
cierren los ojos de sus maridos,
y desperdicio minutos, atisbando
a la entrada de una flor de espliego
de una simple abeja,
para separarla en dos,
y verla desplazarse:
la cabeza hacia el sur
y el abdomen hacia la cordillera.
Así es
como el día de Pascua de Resurrección
me encuentra fatigada,
y sin la sombra habitual
que nos hace tan humanos
al decir de la gente.
Enrique Lihn, amigo y prologuista de uno de sus últimos libros, dijo que no era posible hablar de su poesía sin hablar de ella. Tal vez sea cierto, pero con una salvedad. Nos entusiasma hablar de esa irreverencia estética y vital, porque en la performance de la Colorina podía leerse su vida. Nos entusiasma hablar de su vida porque no fue una vida más, porque habitó el presente de sus días con dolor y pena, con nostalgia y melancolía, con fervor allendista y desilusión alcohólica.
«Trasluz»
Que se me permita mirar por la ventana
Sólo el espinazo de la muerte
A tranco largo
Mirando fijamente
A mis ojos deslucidos.
Veo la ausencia
Doblando por la esquina
La miserable luz
De los días empañados.
Muy de tarde en tarde
Algún aprendiz de hombre
Vestido de domingo.
En estas agonías neblinosas
Estoy mirando desde una ventana ajena
Tras la luz de este rincón desconocido
Desde esta ventana hacia ningún paisaje
Hueco sin distancias
Seca pupila donde no resplandece
ni el más leve trino.
Dos son los poemas tal vez más difundidos de la Colorina. Uno constituye una amalgama perfecta entre la idea de casa como prisión y no como protección. Un imaginario bucólico con brisas surrealistas. Es en este poema también dónde responde el antipoema que le dedicase Nicanor Parra.
«La casa»
Dejaban mi cabellera colgando desde el tronco de la
puerta como trofeo.
Sin precedente en la historia de los indios manantiales,
y una cuenca abierta, para la mirada
de los ojos indiscretos colocada a la acera del abismo...
Y esta era mi morada.
Una víbora, encerrada en la jaula,
destinada a cualquier pájaro,
y una piedra caída temporalmente desde la cima,
una piedra nómade en busca de aventuras servía de puerta,
de mesa de comedor...
Qué queréis que se haga con estos materiales.
Nada. Sino escribir poesía melancólica.
Acaso, cuando la noche se despierte
debajo de los murciélagos,
no haya otra cosa sino una sensación,
y a estas vertientes
que a uno le aparecen desde el
fondo de los ojos.
No haya
sino un alud de hijos de piedra,
de hijas de agua de hijos de árboles.
Entonces escribiré mi biografía
al uso de los poetas indecisos.
Miraré a través de una llama de cobalto
y distinguiré objetos olvidados;
como cuando dormía adosada a la pared
y todo parecía bello sin serlo.
Tomaré una de mis pequeñas flautas colgantes
y entonaré la canción del amor.
Los últimos años de la Colorina estuvieron marcados por la cercanía de la muerte y el afecto de sus hijos y nietos. Por lo menos así podemos verla en el documental dirigido por Fernando Guzzoni y Werner Giesen, quienes siguen a Stella Díaz Varín de cerca, rastreando sus recuerdos, atajando sus tempestades, retratándola con una cámara que pareciera seguir el método guerrilla y que le sienta perfecta. Stella Díaz Varín es la estrella roja de la poesía chilena, atraviesa la cordillera para llegar a este lado del continente para de ahora en más nunca dejarnos tranquiles, nunca en paz después de conocer su nombre. Para que nosotres tampoco la dejemos nunca en paz.
«Dos de noviembre»
No quiero
Que mis muertos descansen en paz
Tienen la obligación
De estar presentes
Vivientes en cada flor que me robo
A escondidas
Al filo de la medianoche
Cuando los vivos al borde del insomnio
Juegan a los dados
Y enhebran su amargura.
Los conmino a estar presentes
En cada pensamiento que desvelo
No quiero que los míos
Se me olviden bajo tierra
Los que allí los acostaron
No resolvieron la eternidad
No quiero
Que mis muertos me los hundan
Me los ignoren
Me los hagan olvidar
Aquí o allá
En cualquier hemisferio
Los obligo a mis muertos
En su día
Los descubro, los trasplanto
Los desnudo
Los llevo a la superficie
A flor de tierra
Donde está esperándolos
El nido de la acústica.
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