GRILLOS
Margaret Atwood
Septiembre. Brota el áster. Florece la uva silvestre
diminuta y amarga,
el índigo sabor de invierno
ya germina en su vientre.
Los grillos han tomado la casa,
han entrado, buscan el calor.
Penetran, con sigilo, dentro del horno,
se cuelan tras la nevera,
realizan incursiones por el suelo,
mientras cantan el uno al otro:
Aquí, aquí, aquí.
Los pisamos, sin querer,
o los recogemos por docenas,
docenas de negras conciencias que se retuercen,
y los soltamos detrás de la puerta.
No tienen nada de comer.
No en nuestra casa. Ya no hay cosechas o graneros,
solo sillas y mesas.
Nos hemos vuelto demasiado ricos.
Dentro, se morirían de hambre.
Tic, tic, tic, dicen, con miedo
de congelarse. Debajo de la escoba
su negra armadura cruje.
La hormiga y el saltamontes tienen
su lugar en nuestros bestiarios:
la primera atesora riqueza, el segundo
gasta. Estamos en el término medio: aprobamos a
la hormiga (lo dice la razón); amamos
al saltamontes (el corazón);
emulamos a los dos: ¿por qué elegir?
si podemos acopiar y jugar.
Pero los grillos han sufrido
nuestra censura.No tenemos
grillos en nuestros hogares. No tenemos hogares.
No obstante, nos despiertan
en las frías noches,
vocecitas tímidas que no podemos situar,
relojitos haciendo tictac,
relojes baratos, pequeños recuerdos de lata:
tic, tic, tic;
en algún lugar de las sábanas,
en los muelles, en la oreja,
aquellas hordas de muertos famélicos
regresan siempre, igual que nuestro pulso.
En La puerta.
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