:: ENTREVISTAS ::
Loops en alta definición
17-10-2014 | Mario Ortiz
Entrevista a Mario Ortíz en Bahía Blanca por su nuevo volumen de Cuadernos de Lengua y Literatura: Conectores temporales.
Texto y fotos Valeria Tentoni.
En La poética del espacio, Gastón Bachelard inicia su escritura pensando a la casa como fuente de “imágenes dispersas”: “La casa es nuestro rincón del mundo. Es –se ha dicho con frecuencia– nuestro primer universo. Es realmente un cosmos. Un cosmos en toda la acepción del término. (…) Veremos a la imaginación construir muros con sombras impalpables, confortarse con ilusiones de protección o, a la inversa, temblar tras unos muros gruesos y dudar de las más sólidas atalayas”. Como si le hablara directamente al oído al Mario Ortíz de este nuevo volumen de los Cuadernos de Lengua y Literatura, más allá Bachelard dirá: “Abordando las imágenes de la casa con la preocupación de no quebrar la solidaridad de la memoria y de la imaginación, podemos esperar hacer sentir toda la elasticidad psicológica de una imagen que nos conmueve con una profundidad insospechada. En los poemas, tal vez más que en los recuerdos, llegamos al fondo poético del espacio de la casa”. ¿Cómo no unir el último tomo con estas palabras del francés –poeta, filósofo, profesor, físico, del quien se predicaba ese adjetivo que también ha caído sobre Ortíz, “inclasificable”? Las preocupaciones del autor de La intuición del instante por el espacio y por el tiempo –mejor decir: la duración– dialogan deliciosamente con Conectores temporales, tal el subtítulo que le dio el entrevistado a su libro recién editado por Eterna Cadencia.
La imaginación del poeta vuelve a la carga y permite la exploración de la realidad por intermedio de un novedoso invento hecho nada más y nada menos que con la carcaza de un viejo televisor Zenith abandonado. Aquí, como ya dijo antes, “la poesía no es, sino que funciona”: lo mismo con el “homoscopio”, que ser no es otra cosa que un traste, pero funcionar funciona como una máquina del tiempo. Con ese disparador, Ortiz visita la casa familiar y a los últimos días de vida de su papá. Es una despedida, este volumen, una suerte de elegía. El cierre de un ciclo, a su vez.
Hay un relato de tu adolescencia que reescribiste dentro de este volumen. ¿Comenzaste con cuentos antes que con poesía?
Sí, cuando empecé, en el colegio secundario, a los 16, escribía relatos. Mi formación literaria en ese momento era absolutamente deplorable. De las escuelas, en ese momento, uno salía con la idea de que la poesía se escribe únicamente con rima y métrica. Entonces me volqué a la narrativa. Recién cuando entré a la universidad, a Letras, empecé a darme cuenta de cómo venía la mano.
Ya desde el primer volumen la casa figura como espacio poético.
De algún modo sí; la casa, el barrio, los vecinos. El barrio como una gran familia. y en ese lugar que aparece en este Cuaderno, esa habitación que describo, estuve desde que nací hasta que me casé. Ahí hice la carrera, estudié, ahí nos juntamos con los chicos.
Te referís a los mateístas.
Yo estuve muy poco, en los inicios del mateísmo, que coincidió con el año en que entré en la universidad. Fue un momento en el que andaba mucho en la bohemia, me dedicaba a escribir, y no estaba estudiando mucho. Entonces mi santa madre me puso un freno: o estudiás o laburás. Pero, si yo no recuerdo mal, el primer poema que se pintó del mateísmo fue uno mío: se había blanqueado la pared y pintado con aerosol. Después vinieron artistas plásticos. Pero yo estuve al principio, siempre aclaro, porque lo que es el mateísmo propiamente dicho lo llevaron adelante Marcelo Díaz, Sergio Raimondi, todos ellos. Ya para ese momento yo estaba totalmente en otra. Estuve a punto de dejar la carrera.
¿Y qué te retuvo o te hizo volver a la literatura?
La pulsión de la literatura, de un modo o de otro, pienso que la tuve siempre. Pasé largos momentos sin escribir, sí. En el año 89 estuve muy vinculado ciertos grupos de iglesia y había abandonado absolutamente todo. Pero después corté con eso y de algún modo se vuelve, siempre uno vuelve.
Borges decía de Macedonio Fernández que su tarea no era tanto escribir sino pensar. Algo así, me da la impresión, podría predicarse también de vos, que pasás más tiempo pensando que escribiendo, ¿es así?
Paso más tiempo pensando o mirando que escribiendo. Es más, al día de hoy, yo no tengo una producción regular. Durante el año, durante la época de trabajo, puedo escribir textos más bien breves. Yo lo admiro mucho en ese sentido a Luis Sagasti, que termina su jornada laboral, se concentra, engancha y escribe. A mí no me sale. El otro día le decía a una ayudante en la universidad que la literatura es un hobby. “¡¿Cómo que es un hobby?!”, me respondía. Claro, no, la literatura para uno es muy importante pero, en lo material, ocupa el espacio de un hobby. Y no me parece mal, porque entonces es un espacio de libertad, no hay condicionamiento de ningún tipo, no respondés a imposición de contenidos, a ningún mandato. En ese sentido la poesía es improductiva económicamente. Pero no como hobby en tanto puro pasatiempo, como los escritores domingueros, porque, como dice Maiakovski tenemos que hablar de una profesionalización. No en tanto hacer carrera, sino en cuanto a tener unas determinadas competencias, conocimientos y técnicas. Un profesional en algo es aquel que tiene ciertos conocimientos y destrezas y está dispuesto a trabajar sobre eso.
Al trabajar tus libros en volúmenes bajo un mismo nombre, ¿no te sentís de algún modo apurado o comprometido a sacar otro y otro?
Uno quiere ir sacando cosas. No es que tenga apuro, pero en este momento quiero ir desagotando algún material. También hay una cuestión, no sé si llamarla biológica… Pero van pasando los años y hay cosas que uno quiere ir cerrando, liquidando.
Este volumen es el fin de una serie, ¿no?
Sí, este es el fin de una serie más bien autobiográfica. Ya desde el volumen quinto estoy trabajando la recuperación de la memoria, de la infancia; cierta obsesión por volver. Porque yo soy un tremendo nostálgico, esa es la maldición mía. Yo sufriría la condena al infierno de Fausto. A mí me gustaría a veces que las cosas tuvieran el orden y la disposición que tuvieron en un momento anterior, cuando se fue feliz. Y bueno, uno tiene que luchar contra eso. En el volumen quinto por ejemplo yo había puesto la secuencia en la que vuelvo a un aula de mi infancia, y la profesora me dice: “¿Y vos qué hacés acá?”
Pero en el volumen cinco era una visita menos intencionada, ¿no? Digo, no había la voluntad de la “cancelación del presente”, como en este.
Claro, lo que pasa es que este libro último lo escribí no solamente después de la muerte de mi padre, sino cuando ya estaba la casa cerrada y la venta. Estas cosas y algunas que al final no incorporé las escribí el día 4 de enero de 2013, cuando tuve que venirme del campo en las vacaciones porque firmábamos la venta. Yo no volví a pasar por la casa, no pude, me da mucha impresión. Pero están construyendo un edificio y voy a volver pasar, pero con el libro. En él está la idea de la vuelta al pasado y, como en el cuento del final, hay un loop. Hay una encerrona de la cual de algún modo hay que salir, hay que saltar. Es como intentar, simbólicamente, volver a poner en marcha la historia.
Es fuerte la figura de tu papá en el libro, que además nos enteramos también escribía.
Escribía, sí. Lo que ocurre es que mi madre, que fue una presencia tremendamente querida para mí, tenía un carácter fuerte y mi padre estaba, de algún modo, un poco opacado. Después de su muerte, con mi padre empezamos a tener mucha más relación y terminamos siendo grandes compañeros, se reveló como una persona de muchísima sensibilidad. Hay textos que incluyo en este cuaderno que eran de él; y lo que pongo, tecleando, es lo que sentí en ese momento. Yo sentí felicidad, porque a través de su escritura estaba viviendo la felicidad que estaba viviendo él en ese momento de plenitud y contemplación en el ventanal. Era, al mismo tiempo, como un televisor ese ventanal que miraba toda la tarde. Un teatro, un escenario.
¿El televisor cuándo lo encontraste?
El viejo estaba vivo todavía. Lo levanté de la calle, al homoscopio. Es lo que está en el libro: 6 de diciembre de 2011. La elaboración del texto fue posterior. Yo no soy un escritor tan imaginativo, tomo cosas de la realidad. El homoscopio, en tiempos de tecnología, hiperrealismo y reproducción de altísima fidelidad… ¿qué aparato puede tener más fidelidad de imagen, más brillo que éste? Es más, hasta podés tocar lo que proyecta. No te sirve para nada, porque no amplía ni acerca, pero por otro lado sí sirve, porque a partir de fijar la atención así sobre la cosa, la estás viendo de un modo distinto. Bueno, con todas esas cosas yo me iba colgando el día que firmamos la escritura. Incorporé el cuento al final, porque era como cerrar ese momento.
Fue volver a la narrativa, desde la poesía.
Claro, volver a la narrativa desde la poesía, y ademas darle otro cierre. O sea: volver para darle un cierre. Permitir la posibilidad de la vida, permitir la posibilidad de la muerte. Ese loop enfermizo que también se ve en Sísifo –por eso Sísifo no puede ser feliz, hay una contestación a Camus también-, y también el loop enfermizo de Narciso. Él quiere agarrarse, amarse y no puede: amarse a uno mismo, besarse, es tan imposible como pretender levantarse en el aire. Sería lo imposible. Pero levantarse en el aire a uno mismo, en el relato que terminé, sí es posible. Ahí sí se rompe ese círculo. Bueno, cada uno se cura las obsesiones como puede. Yo escribiendo. Si no tenés que ir a terapia. ¿No es más lindo pasarlo escribiendo? Es una cosa más productiva.
Y después de este libro, ¿viene otra voz?
Otra voz, o seguir experimentando. Por lo menos alejarme de esta recuperación de la memoria y de la infancia, de ese universo. Armé hace poco una antología para España con unos textos distintos, es una colección más inorgánica. Ahora estoy escribiendo otro: este volumen fue sobre el tiempo, y el que viene será sobre el espacio. Es poesía pero habrá análisis, ensayo, fragmentos en prosa; allí voy vinculando distintas cuestiones que tienen que ver con las escalas. Empecé a tomar notas sobre un monumento, y me fui acercando hasta pegar el ojo contra el cemento: desapareció el mapa que se ve de lejos y lo que tenés son granitos de pintura. ¿Lo mismo pasará cuando nos acercamos a la materia? ¿Y si traspasamos la materia? Y acá como una especie de contestación a la tendencia materialista: y si traspasamos la materia, ¿podemos encontrar algo? Ah, ahí tiene que haber algo… Habría que reivindicar la palabra “metafísica”. La preocupación metafísica. Yo soy materialista, me parece perfecto, la inmanencia, enclavarse allí en el objeto, fenómeno; pero para mí siempre hubo una inquietud dentro de la cual el materialismo puro y crudo me deja un poco con hambre. Entonces el asunto es cómo pensar la posibilidad (porque en definitiva uno no lo tiene tan claro, está tanteando, buscando) de plantear estos interrogantes sin caer en una poética más abstracta. Cómo plantear algunas cuestiones de orden metafísico para un lector de nuestro momento. Para mí es una preocupación de fondo que nunca desaparece. Tampoco me interesa caer en una literatura religiosa. Pero determinadas cuestiones de orden metafísico, sí. En definitiva seguimos navegando en un mar de misterio y de absurdo, como en Camus: las preguntas que él está planteando todavía siguen vigentes. La metafísica es una rama de la literatura fantástica, decía Borges. Lo entiendo, pero tampoco me convence demasiado. Por algo tomaba eso.
Entonces la idea es romper con ciertos loops también dentro de la serie.
Una cosa que últimamente también me había estado preocupando es la de quedarse encerrado en la especificidad de la propia literatura o del propio ambiente literario. Hacer carrera, clausurarse, y entonces lo que yo escribo es algo que funciona al interior del texto, o en determinado circuito. Me interesaba problematizar cómo se pueden perforar esas paredes -que en definitiva es la cuestión de la vanguardia; cómo se vincula el arte con la vida. El otro día una alumna de la escuela había tomado el volumen quinto y el padre lo había estado leyendo. Resulta que llegó a la parte de la foto del cartel de la panadería, y él pasó y vio la panadería con las letras. La alumna me contaba que su padre se emocionó, que le parecía increíble que en un libro aparecieran cosas que podés ver en la realidad. ¿Y por qué no? De algún modo es eso, buscar los puntos en donde la literatura -sin perder la especificidad de su trabajo con la palabra, con la técnica- se abra y se vincule, hacia los objetos, las prácticas, las personas.
Lo que le hace la literatura a la realidad.
Lo que le hace la palabra a la realidad. Lo que nosotros hacemos con la palabra y lo que la palabra hace con nosotros. Más que la literatura, el lenguaje, porque en definitiva la literatura es producto del lenguaje. Por eso me interesaba abrir a otros géneros y también a otro lenguaje, al visual, a las fotos. Y por eso también aparece la figura emblemática de Mallarmé. Y la de Flaubert, encerrado en sí mismo, todo el día, buscando la palabra perfecta. Bueno, pará un poco; salí y tomá aire. Ese me parece que es un riesgo en el que se puede caer en el trabajo con la literatura; quedarse mirando el ombligo. En definitiva, la literatura -o la poesía, más concretamente: ¿qué finalidad tiene? Si vos preguntás, muchos dirán no tiene ninguna, o en todo caso la finalidad es alimentar el propio ego, o bien que es un puro acto gratuito. Y no, la poesía no es un puro acto gratuito. La poesía tiene determinadas finalidades, tiene que servir para algo, desde su propia especificidad. Usos extraños, quizás, sí; para ver un cartel, o para que a alguien le ayude a percibir las cosas de otra forma. Está bien, es la pura gratuitad, y por eso es un trabajo no remunerado. La pura gratuitad es el don, en el sentido de Bataille, el potlatch: lo hacés no porque vas a ganar un dinero o porque estás recibiendo un mandato. Pero si nos quedamos pensando que eso es la pura y más gratuita inutilidad de nada, creo que termina siendo un pensamiento un tanto empobrecedor. La poesía tiene distintas finalidades, distintos objetivos: no son las finalidades convencionales, estándares, macro, que podrían pensarse en otras actividades. Pero a lo mejor pequeñas, mínimas, mínimas intervenciones, ¿por qué no? Si no termina reduciéndose a una actividad fantasmática y eso me angustia un poco. Yo creo que tiene un sentido; aunque sea el sentido de declararte a vos mismo, aunque sea la mínima función esa.
El televisor en el libro termina apuntando al cielo. ¿Dónde quedó el homoscopio?
Lo tengo ahí en el patio, se está pudriendo.
Tomado del blog de Eterna cadencia
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