martes, 7 de octubre de 2014

Eras un ciervo más, recién nacido



CLAUDIA MASIN


Monte

(a Gloria)



No había salido de los montes de mi tierra de origen, yo creía 

que ahí estaba el tesoro que me tocaría proteger toda la vida: las frondas

de los lapachos centenarios, su sombra dispendiosa al ir cayendo

el día, las huellas de las patas de las corzuelas perseguidas, el camino

que se iban abriendo entre las zarzas, la lumbre desmedida del sol

cayendo a pique sobre el suelo como un metal derretido, los animales

fieros que se tendían igual que cachorros después de la lluvia a disfrutar

del viento, un diamante en bruto en medio de esa interminable

sequía. No había salido de ahí porque ni las arañas monstruosas 

ni las yararás que se arrastran con sigilo para encontrarte

desprevenida me daban más miedo que un mundo al que no se podía

entrar con los pies llenos de barro, donde nadie salvo los niños

puede ser, hasta cierto punto, salvaje y arisco como esos árboles 

y esas bestias que no son molestadas a menos que se aventuren

lejos de su guarida. Tenía terror de las palabras que no quería

decir porque no transportaban en ellas ninguna 

materia sensible, terror de que el silencio no me fuera permitido,

de que hubiera leyes que se hundieran como trampas 

para animales en la carne y una vez clavadas 

la única manera de salir fuera desgarrándose. Pero no tuve miedo 

cuando escuché tus pasos, su manera delicada de llegar a casa ajena, 

eras un ciervo más, recién nacido, las patas temblequeando y sin embargo 

decididas. No conocías a fondo la espesura 

pero sabías que era intrincada y compleja como esas lianas retorcidas 

que te cerraban el camino pero no pudieron detenerte cuando viniste

de allá lejos a buscarme. De qué manera entendiste que mi terror de irme 

era igual de intenso que mi necesidad de ser buscada y llevada a la superficie, 

como un pescador que protege su soledad 

rabiosamente, y es capaz de derivar sin compañía en su bote 

durante largas temporadas, pero una noche de temporal 

cae al río y comprende que la presencia de alguien más

le hubiera salvado la vida.



(Inédito, del libro "La cura”)

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