domingo, 5 de febrero de 2017

Una oración que empieza en mi garganta frotada con arena, quiere decir señor, y pronuncia enfeudar

Poemas de Ana Arzumanian:



Cuando todo acabe todo acabará

Acá nadie dejaba a nadie. El barco cruzaba el Mar Negro, llevaba exceso de carga. El capitán nos alertó del peligro y yo tiré algo de mis valijas. Fotos de pequeña. Fotos mías en Ucrania hechas espuma blanca, oleaje de mar, eyaculadas. Tiré rápido las fotos para no darles la espalda. Para volver al camarote donde el vértigo me golpeaba los oídos. Entonces me decía, puedo aguantar más. Puedo aguantar ciento veinte voltios. Sacaba el relleno de los colchones, los usaba como toallitas debajo de la pollera. Los pasajeros no se daban cuenta porque no les daba la espalda. Y el barco seguía su viaje, y la carga no se aligeraba, y el barco era más pesado que el mar. Así, como valijas, o fotos dentro de las valijas yo, que no era ni de Ucrania ni de Moldavia, caía. Algo era seguro. Con tanta agua en la boca, no podía hablar. Pero algo era más seguro todavía; yo aguantaba. Yo puedo aguantar ciento veinte voltios. Olvido la información que no debo entregar y cumplo mi función de operaria. 

Mamá y papá fabrican hijos. A mí me tiraron en alta mar que no era el Mar Negro. Aprendí el libreto sin salirme de la raya. Mamá está tranquila porque no se me escapa nada de la boca. Hasta sentir el gustito. El interruptor que queda suspendido del cable en vez de fijado a la pared, un pulsador. Obreros, operarios, cabecitas, no deben alargar sus brazos hasta la llave, detener el paso de la corriente. Se para a la hora del almuerzo, de la salida. Soy la cabecita que no mira la hora, no escucha el timbre. Te pide, no te me quites de la boca hasta que sienta el gustito, hasta que el mar más pesado que el barco se derrame en la boca y yo diga, aguanto, aguanto más. Ciento veinte voltios y esta vez sí, esta vez voy con el cuento, y soplo.


Cuando todo acabe todo acabará

Se trata del cuerpo. Cierto ritmo. Cierta longitud del paso. Cierto juego de las rodillas, un contoneo. Se trata del cuerpo en una calle sin asfaltar. Cuando digo la palabra casa, en mi boca se forma una casa entera y me resulta difícil pronunciarla. No una casa entera; la puerta entreabierta de una casa por donde se ven niños respirando pegamento de zapatos. Cuando digo casa, se me enredan los pies en el muelle de Recife, ahí en el pozo que funciona como hogar, al ras del piso. Cuando digo la palabra casa me sale chicas de la calle. Y no sé por qué me sale calle, si hay alambres y puertas y paredes, y perros y rejas. Se trata de comer el desierto para frotarme por dentro. Mamá me arroja al tren, se pregunta, cuánto dura el efecto. Hace la seña de la cruz trazada con los dedos para signar. Para hacer señas como un faro, para estampar en el troquel dando forma a chapas metálicas. Signarse un efecto que dura cuatro horas, y a la hora sexta rezar la oración que empieza con señor mío jesucristo. Porque a ella le dicen mi señora. Nuestro señor jesucristo y nuestra señora la virgen. Una oración que empieza en mi garganta frotada con arena, quiere decir señor, y pronuncia enfeudar.


El ahogadero

Dónde se pierde. 
Hasta dónde olvida su cuerpo
el paterno flujo de sangre. 
Sólo eso que es su ausencia me demora 
metiéndose en mi cama de costado. 
Entonces duele 
cuando en ninguna parte, 
mudo, lo acaricia.


El ahogadero

Tienda de carne
y dedos pegoteados
en sangre seca, 
moscas que zumban sobre tripas, 
y el agotado semen magro 
que se le zampa y le apesta. 
En lo preñado de sus vísceras 
el maternal inventario íntimo 
del desamor.



La granada

No creas en la postal que escriba, te diga, me duele el corazón. Corazón es la costura que aprieta en el centro de la boca, lo brusco de la herida. Es papel secante, el golpe esponjoso de la película muda de mi piel rodando, cada hora. 

Las marcas que deja el percutor en la base de las vainas. La única marca que dejan los surcos del cañón en la bala al ser disparada. Pésame. Padre de huérfanos y viudas. Lo hará en nombre del desairado, en nombre de aquél a quien miran de arriba abajo, a quien se le saca la lengua. El mundo hablará de nosotros, se dice. Sólo queda una mesa con manteles largos para los que no están. Pésame. Un silencio cerebral, el coma vigilante de todas las suspensiones mientras se piensa liberando la anilla, desplazando la palanca hacia fuera. Un espacio de treinta o cuarenta metros, cinco segundos. Abandona la mano del lanzador. 

Los pájaros podrían estar dormidos, no tendrían nada de qué preocuparse. El movimiento acelerado del aire, su ímpetu, lleva consigo pájaros y nubes. Se alzan, se sostienen. Son de tierra los pájaros que desaparecen en un aire movido. 

Pedime algo.

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